Estos días he leído The murderer next door, un libro fascinante que me prestó Salvatierra de Barros y que ella comenta aquí. En él, su autor, David Buss expone su teoría sobre por qué matamos los humanos a nuestros semejantes, la cual se basa en la idea de que, en el entorno evolutivo originario, matar era una adaptación útil que servia a nuestra “genetic fitness”. De nuestros ancestros, que habrían tenido éxito evolutivo utilizando, entre otras, la estrategia del asesinato, habríamos heredado las disposiciones o circuitos psicológicos que encajan con esa estrategia. De modo que, aunque en las condiciones actuales, esa estrategia tenga muchísimos más costes que en el pasado, sigamos practicándola, y, justo, asociada a los motivos para los que pudo ser útil en el pasado: la competición por el status y la obtención de obtener mayores posibilidades reproductivas, entre otros. Buena parte de estas ideas, y la base empírica que las sustenta, ya las había expuesto Buss en artículos de revista escritos con sus colaboradores, bastantes de los cuales pueden encontrarse aquí. El artículo en el que trata el tema de manera más general es “The evolution of evil”.
El libro está lleno de pistas muy sugerentes. A mí, las que más me han llamado la atención son las que ofrece sobre la violencia de pareja, en particular sobre los homicidios cometidos por los varones contra sus mujeres. Al final del libro se encuentra una de esas sugerencias. Dice que esa violencia es tanto más probable cuanto más alejada vive la mujer de sus familiares. Que ellos estén cerca ejercería un efecto disuasorio sobre maridos o compañeros abusivos, en la medida que sus amenazas o actos de violencia serían más fácilmente descubiertos y, sobre todo, “vengados”. Hoy día, al menos en las sociedades occidentales avanzadas, hemos excluido la venganza de nuestro modo de administrar justicia, pero, de nuevo, los mecanismos psicológicos que la esperan, aunque no vaya a darse, están todavía ahí.
David Buss formula la hipótesis de que los asesinatos de parejas en la actualidad son más frecuentes que en el pasado, cuando las mujeres vivían muy cerca de sus familiares y, además, la venganza de éstos era mucho más probable, y, por tanto, mayor era su efecto disuasorio. Yo también lo creo así, y pienso que las molestias, el acoso e, incluso, la muerte que sufren las mujeres a manos, especialmente, de sus exparejas justo a los pocos meses de haberlas abandonado, sería menor si esos varones sintieran que su violencia psíquica o física les iba a salir cara. Nunca he contado en público un caso que viví de cerca en mi familia, pero es pertinente aquí. Una prima de mi padre se divorció. Más que una prima era casi una hermana de mi padre y sus otros cinco hermanos varones, pues el padre de aquélla les había ayudado a salir adelante dándoles trabajo—desde niños, eran otros tiempos—cuando mi abuelo falleció a los treinta y pocos años. El exmarido empezó a incordiarla, a dificultar los trámites del divorcio y a amenazarla. De modo que mi padre y mis tíos, ya en la cincuentena todos, nada violentos, pero curtidos en la vida “real” desde muy pequeños (mi padre siempre dice que empezó a trabajar a los ocho años, y debió de ser así), se acercaron un día a conversar amablemente con el exmarido, para advertirle de que dejase de comportarse así o se atuviera a las consecuencias. Mano de santo. Se acabaron las molestias, los dos se divorciaron y hasta hoy. No tengo ni idea de qué habrían hecho mi padre y mis tíos si las molestias hubieran continuado, pero la disuasión fue del todo efectiva.
De todos modos, el sentido de esta anotación es el de usar esa idea, la de la mayor probabilidad de violencia doméstica cuanto más lejos viven los familiares de la mujer, como hipótesis para explicar, parcialmente, por qué las tasas de violencia doméstica, al menos en España, son mucho más altas tanto entre las extranjeras como entre las mujeres no casadas sino que viven como parejas de hecho. La probabilidad de que las extranjeras vivan muy lejos de sus familiares es, obviamente, altísima. Lo que no es tan obvio es que las mujeres “emparejadas de hecho” vivan más lejos de sus familias que las casadas. Yo creo que sí, por las siguientes razones.
Una parte de esas parejas de hecho se producen, digamos, como “huida” de modos de vida tradicionales. Dicha huida de lo tradicional incluiría, también, una relación menos intensa con la familia de origen. Por el contrario, las casadas serían, como media, más “tradicionales”, también en su relación con la familia de origen. Análogamente, en medios sociales en los que abundan modos de vida menos tradicionales (menor religiosidad, mayor porcentaje de divorcios...), la probabilidad de encontrar parejas de hecho será mayor, porque esta opción haya perdido casi todo su estigma social.
Otra parte se produce, precisamente, como expediente de huida directa de familias a las que se considera opresivas o poco vivibles por razones diversas (maltrato, presencia de padrastros /madrastras, malas condiciones económicas...). En esas huidas, la mujer acepta (casi) la primera oferta que se le hace, aunque sea una oferta de poco compromiso y de duración incierta. Este tipo de huidas comportaría, con mucha menos frecuencia, el matrimonio de la que huye.
También me da la impresión de que es más probable que una mujer se una en pareja de hecho a un varón si previamente ha “salido a malas” con su familia. No tengo una buena explicación para ello, pero algún caso he visto a mi alrededor. Si es así, la distancia de la familia de origen es previa a la formación de la pareja.
Asimismo, la lejanía previa a la formación de parejas puede producirse en otras circunstancias que, de nuevo, favorecen la formación de parejas de hecho, más que de matrimonios. Sería, por ejemplo, el caso de una estudiante universitaria que estudia en una ciudad distinta de aquélla en la que nació y vivió su infancia y adolescencia, y que, mientras acaba la carrera y/o mientras intenta establecerse profesionalmente en aquella ciudad, opta por una forma, quizá, transitoria de relación.
También en las parejas de hecho en la que la mujer está divorciada de un matrimonio anterior puede darse una relativa lejanía, física o relacional, de la familia de origen, al menos hoy—quizá no tanto en el futuro, cuando el status de divorciado sea más habitual.
En definitiva, una de las explicaciones parciales de la razón por la que en las parejas de hecho las tasas de violencia doméstica son mayores sería que, en este tipo de parejas, la mujer vive más lejos de sus familiares que en los matrimonios. Es una hipótesis que considerar, aunque todavía no se me ha ocurrido como contrastarla.